Llevo dos meses y pico seleccionando textos infantiles para un encargo que me ha hecho una editorial. Sobre las joyas literarias con las que me he topado tengo pendiente hablar en otro post. Pero para este me apetecía reflexionar sobre un asunto transversal a esta labor.
Durante este proceso de búsqueda, he pasado (estoy pasando, porque el proyecto es para varios meses) muchas horas en bibliotecas, he fisgado en librerías, me he apuntado a algún curso, he mirado con lupa las recomendaciones que hacen ciertas revistas especializadas en literatura infantil y juvenil (LIJ), y me he incorporado a grupos virtuales donde se habla de LIJ.
Porque ¿quiénes hablamos de LIJ? Los adultos. Somos sobre todo nosotros (madres, padres, escritores, maestros, editores, faranduleros, aficionados) los que buscamos para los chavales libros de calidad, libros que les entretengan y que a la vez les pongan delante de situaciones con las que se identifiquen y les ayuden a comprenderse a sí mismos; libros que les hagan pensar, que les muestren el mundo tal y como es, y también que les descubran otros mundos imposibles; libros que les hagan cuestionarse a ellos mismos y la sociedad en la que les ha tocado vivir; libros que les hagan sentir toda la gama de sentimientos que los seres humanos guardamos dentro de nosotros, todos, sin aparcar aquellos que en apariencia son molestos; libros con ilustraciones novedosas, potentes. En definitiva, buscamos textos de calidad para nuestros niños y nuestros jóvenes.
¿Por qué hablamos con tanta pasión de ciertos libros que, al buscarlos «para ellos», nos han llegado tan adentro? Sí, sí, los queremos para ellos, eso es lo primero, pero ¿no será que también (y sobre todo) los queremos para nosotros? ¿No será que calman nuestra angustia de adultos, nos explican quiénes somos y de qué va este monumental lío de vida en el que nos vemos inmersos, nos trasladan en una milésima de segundo al niño o a la niña que fuimos y a la que hace tanto que perdimos de vista? ¿No será que necesitamos el pretexto de un libro infantil para conectarnos con una parte de nosotros que tenemos ahí guardada o escondida o encerrada o que nos avergüenza mostrar? Buscamos libros para ellos, se los leemos, se los compramos, los obligamos a leérselos a veces, pero ¿y si esos libros nos hacen a nosotros un poco más sabios y un poquitín mejores personas?
Mi experiencia personal me demuestra que… que estoy de acuerdo con esto que acabo de decir. ☺ Que lo hago mío. Que gozo como si fuera una niña leyendo a Janosh, a Sapo y Sepo, a Pippi Calzaslargas, La cebra Camila, Fernando Furioso, los Siete ratones ciegos, a Frederik, a Shubiger, a Sendak; que adoro a Packovskà, a Mitsumasa Anno, a Arturo y Clementina, a Rodari, etcétera. Hay muchos más. Todos estos libros están en mi estantería. En la mía. No en la de mis hijos. Me hace feliz leerlos. Me alimentan. Me reconfortan. Me divierten. Me cuestionan. Me hacen llorar. De alegría, o de rabia, o de lo que sea. Pero me tocan por dentro. Es lo que pasa con la buena literatura.
Por eso este trabajo para la editorial lo considero un regalo. Me han dado vía libre para seleccionar los textos que a mí me parezca, así que… ancha es Castilla. Tengo la oportunidad de dar visibilidad a lo menos comercial, a lo comprometido, y eso es lo que me he propuesto. Pienso en los niños, sí, sí, cómo no, a ellos va dirigido mi trabajo, ellos son los beneficiarios, pero soy yo la que se está alimentando por el camino.
Buen provecho, Clara.
Clara Redondo
Escritora y profesora de RELEE
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