Me voy a abrir en canal. Aviso. Voy a contar las inseguridades por las que pasa a menudo una escritora como yo. Y no es agradable, ojo. Igual hasta os sentís identificados conmigo o hay algo de todo esto que preferís no escuchar. Así que podéis dejar ya de leer si queréis. No me voy a enfadar.

Empiezo por el principio. Recibo el encargo de CEAPA(1) para escribir un cuento infantil. Hasta ahí, perfecto. Es lo mío. Me gusta. Se me da bien. No problem. Pero:

─El cuento ha de tratar sobre el acoso escolar ─me dice la técnica que me lo encarga.

¿Sobre el acoso escolar? Dios, no, ese tema no. De eso no sé nada.

─Sí, claro. Cómo no. Contad conmigo ─contesto sin embargo.

Además de que es un nuevo reto literario para mí, no puedo decir que no a cobrar por escribir.

Vértigo total. Pero ya he tomado la decisión, así que me pongo en modo on. Ganas de escribirlo. De encontrar una buena idea. Ganas de hacerlo bien. Este es por lo menos el décimo cuento que escribo para CEAPA. Me tiene que salir bien. Mi objetivo: que sea útil para estos niños y niñas que están sufriendo maltrato.

Lo primero: documentarme. Miro en internet, pregunto a mis amigos, a mi familia. ¿Alguien sabe de alguna experiencia conocida sobre algún caso de acoso? Nada. Escucho noticias en la tele, leo los periódicos. Casos que me dan escalofrío y me entristecen y me enrabietan. Experiencias interesantes en otros países que luchan contra el acoso escolar. Mucha información, sí, y mucha reflexión por mi parte. Pero ninguna chispa que me sugiera una historia de ficción, que es lo que yo estoy buscando.

Según pasan los días, mi energía y mi entusiasmo se evaporan, pluf. Estoy plana de ideas. Demonios. Me entra el cangueli. ¿Es que se me ha agotado mi capacidad creativa? Para qué me habré metido en esto. Mierda. No tienes ni idea del tema, Clara. Tenías que haber dicho que no. Me torturo un poco más. Cada vez me va quedando menos tiempo y ni una puñetera idea. Hasta venzo mi pudor y pido ayuda en Facebook. Por esta vía, recibo de algunos amigos varias experiencias, pero la verdad es que son tan difusas, tan lejanas para mí, que no veo de dónde puedo sacar yo algo en claro. Durante esos días, esas semanas de vacío, tengo que decir que mi cuerpo está tenso y receptivo ante a todo. No sé cómo explicarlo. Todo me llama la atención. Voy por la calle, en el metro, y observo sobre todo a las chicas (lo único que tenía claro es que quería que mis protas fueran chicas). Sus comportamientos. Su manera de vestir. Cómo y de qué hablan. Pero nada más. Mi creatividad está en huelga. O eso pensaba yo.

Porque mira tú por dónde. Un buen día, el día más tonto de todos, algo hizo clic dentro de mí. Estaba sentada en la mesa de trabajo de mi casa, mirando embobada al horizonte, es decir, a un mueblecito que hay en la pared de enfrente y que está siempre lleno de cosas amontonadas. Y yo, mirando sin ver. Mirando desenfocada. De pronto, me doy cuenta de que llevo observando algo concreto durante un buen rato. Enfoco: es un billete de veinte euros. Está ahí como dejado por despiste, como si nadie de mi familia se atreviera a cogerlo. Unos segundos de desconcierto y un vuelco al corazón. Eureka. Qué subidón, por Dios. Ahí está la idea que necesito: una chica se va a encontrar un billete de veinte euros, y este hecho tan simple va a provocar su calvario. Ya tengo el comienzo. No me preguntéis cómo de algo tan insignificante puede surgir una historia. Hasta me da vergüenza contarlo. Pero así es. Solo necesitaba una chispa, una luz, algo que me hiciera arrancar.

Aunque yo no lo supiera (lo sé ahora), todo el tiempo que estuve paralizada esperando que me viniera del cielo alguna idea, todo ese tiempo, digo, fue provechoso. Lo vivido durante esos días estaba dentro de mí, en barbecho. Porque a partir del billete de veinte euros fue apareciendo en mi cabeza todo lo demás: los personajes (Olivia, Sara y Agnes); las tres voces narradoras (en tercera, en primera y en formato diario) que se irían sucediendo en la historia; y la propia trama (que me fue llegando poco a poco a medida que iba conociendo a mis personajes y me iba interesando por ellas).

Había superado el primer escollo. Me puse a escribir. Había recuperado la ilusión, mi autoestima. Mi yo creador. Mi felicidad pasajera. Pero aún me quedaba toda la fase posterior de ir escribiendo la historia con cuidado, con seriedad, teniendo en cuenta todo lo que había investigado sobre el acoso escolar. Qué les pasa a las víctimas cuando sufren estas situaciones. Mis personajes tenían que ser creíbles, y deseaba llegar a un hipotético lector que estuviera sufriendo estos abusos. No quería hacer un dramón. Quería que mi cuento redimiera a los tres personajes. Que la acosadora no lo fuera para siempre. Que la víctima tomara las riendas de su vida. Que la espectadora se parara a pensar sobre sus actos. Y, con todo esto, hacer literatura. Pero, claro, la verosimilitud no es fácil cuando hay que tener en cuenta tantos factores. Así que de nuevo apareció la inseguridad dentro de mí. Dudaba de todo. De que la historia que estaba escribiendo no funcionara. De no haber sido capaz de inventar algo útil, original, verdadero. Bueno, resumiendo. Que hice lo que hago siempre cuando entro en pánico: recurrir a mis dos o tres lectores amigos que me leen con cariño pero sin piedad. En esta ocasión fueron mi hermana Beluca y mis amigos Diana y Kike. Mentes lúcidas y sensibles que no tienen miedo a decirme lo que piensan. Lo que está bien y lo que no. Esa fue clave. Los tres reforzaron mis ideas. Limaron lo que no funcionaba. Ellos no lo saben, pero para mí fue como una especie de trabajo en equipo y se lo agradeceré eternamente.

El resultado, pues un cuento del que me siento orgullosa. Lo tengo aquí delante. Ya publicado en papel. Con las chulísimas ilustraciones de Mar Blanco. Me da la risa pensar de dónde partió todo. Y me pregunto cómo demonios he sido capaz de escribir algo así, y qué hubiera hecho si no hubiera estado allí ese día el billete de veinte euros. No lo sé. Igual me habría topado con otra cosa. O igual hubiera entrado en bucle y hubiera rechazado el encargo por falta de ideas. Mi proceso creativo es así de simple. Muy de andar por casa. Por eso me ha dado tanta vergüenza compartirlo con vosotros. Pero quería hacerlo.

El cuento lo titulé Cortocircuito, la misma palabra que da nombre a este blog. Así que este post tenía, sí o sí, que hablar de ello. Ya pasado el tiempo y desde la distancia, lo único que deseo es que ayude a algún chaval o chavala que esté sufriendo acoso. Con eso me doy por satisfecha.

Clara Redondo

Escritora y profesora de RELEE
Entrada publicada en RELEE