No. No vende que una escritora, o sea, yo, airee su incapacidad temporal para escribir. Pero bueno, qué más da. Quizá sea una buena forma de espantar mis fantasmas, fu-fu, y, de paso, conectar con otros escritores que tal vez hayan pasado o estén pasando por un momento similar al mío, ¿no? Quién sabe.

Lo cierto es que este proyecto de novela juvenil en el que estoy embarcada se me está yendo de las manos. Quiero y no puedo. Me ocurre lo mismo que cuando pienso en cocinar los platos riquísimos que preparaba mi madre para toda la familia, unos platos que tenían alma, no sé cómo explicarlo. En ellos estaba su huella, su proceso mimoso de elaboración, su anarquía a la hora de mezclar los ingredientes, esa corriente de sencilla verdad que desbordaban en cuanto los posaba encima de la mesa. Ella se atrevía con todo. Pero… yo no me atrevo.

Con la novela me pasa lo mismo. No me atrevo. La llevo en la cabeza desde hace tres años o más (he perdido la cuenta), y surgió de un cuento corto que escribí y que en su momento vi claro que daba para más. Necesitaba más espacio para desarrollar esa trama tan estupenda que se me había ocurrido. Le di voz al personaje y me puse a escribir. Escribí a todo meter. Pero el ímpetu se me acabó pronto: no la había planificado. Sí, ya lo sé, en casa del herrero, cuchillo de palo. Yo, que en mis talleres y con mis correcciones me dedico, entre otras cosas, a ordenar las tramas de los cuentos y las novelas de los demás, empecé a escribir sin planificar. Mal, muy mal. Vale, me di cuenta de ello y traté de poner orden al caos. Pero no quise renunciar al cuento del que partí, y una y otra vez me daba de bruces con la verosimilitud de la historia. Casi nada. Tenía que justificar demasiadas cosas que eran injustificables. Mi Bernar (así se llama mi personaje) tenía que resolver ¡en Roma! algo que había dejado a medias su madre hacía veinte años. Ella lo enviaba entonces para allá. Pero era peligroso para él. Cómo era posible que la madre lo lanzara a una aventura a riesgo de que le ocurriera algo malo. Pasé el año pasado entero buscando una solución. Sí, sí, un año entero. Da un poco de no sé qué admitir que me quedara encallada así, clonc, como un trasatlántico en el canal de Castilla.

En esas, llegó el verano, que por cierto ha sido un bálsamo para mí. A la vuelta, con la mente más despejada y habiendo leído novelas maravillosas, me puse de nuevo en serio con la mía. Una mañana, con todos los papeles encima de la mesa, tuve un momento brillante; me di cuenta de por qué estaba atascada y hasta vislumbré cuál podía ser la solución: cargarme a la madre. Lo que Bernar iba a solucionar allí en Roma tenía que suceder ese mismo año, no veinte años atrás, y todo sería casual. Le ayudaría Valentina, mi otro personaje, una chica a la que adoro. Genial, se recolocaron muchas cosas y sentí una especie de alivio vital ante la perspectiva de que, por fin, empezaría a escribir.

Peeero: duda existencial. ¿Recupero lo que ya tengo escrito, en primera persona, o empiezo de nuevo en tercera? Se me ocurrió entonces la idea de utilizar varios narradores (en el último cuento que escribí usé tres diferentes y, la verdad, me encantó el resultado): en primera persona Bernar, y en primera persona Valentina. Enseguida decidí que no. La voz de Bernar la tenía muy bien pillada, pero la de Valentina me la tenía que inventar. ¿Qué hago? Otra vez plof. Otra vez días y días sin atreverme a decidir.

Y en ese punto me encuentro. Joer. Esto parece el cuento de nunca acabar. ¿Será que tengo que pasar página y abandonar? O quizá sea la historia, que no me quiere a mí; sí, quizá sea eso, que se resiste con uñas y dientes a que sea yo la que la escriba. Pues menudo chasco si es esto.

Aunque… ¿y si todo esto es necesario? Ahora que lo pienso, tardé muchos meses en atreverme a preparar las croquetas como las hacía mi madre. Pero, a base de insistir, vaya, ahora se le parecen bastante.

Vale, vale. Lo sé. Sé que lo que tengo que hacer para darle un impulso a esto es coger un avión y plantarme en Roma. Necesito que Bernar y Valentina me susurren al oído y me convenzan de que soy yo y nadie más que yo quien ha de contar su maravillosa historia de aventuras. Esa historia que salvará a las almas en pena del Coliseo, que devolverá la obra de arte robada, que cumplirá la profecía, que rescatará al circo con el circo.

Lo sé, sé que es eso lo que tengo que hacer…

Clara Redondo

Escritora y profesora de RELEE
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