Hace la intemerata que empecé a impartir talleres de escritura creativa (unos 15 años), y para mí este tiempo ha sido un proceso de aprendizaje. APRENDIZAJE. Lo digo en alto y lo escribo con letras mayúsculas.

Al principio dudaba de todo. Me leía cualquier manual de escritura creativa que caía en mis manos, me estudiaba la teoría porque quería tenerlo todo atado y bien atado, por si a algún alumno se le ocurría preguntarme algo del estilo de… no sé, qué es una sinécdoque narrativa o conceptos de ese tipo. Me veía obligada a tener para todo una respuesta fundada y bien argumentada. Y lo pasaba fatal, claro. Porque me sentía siempre en deuda con los alumnos: había tantas cosas que aprender y yo solo sabía unas pocas…

Pero menos mal que me he hecho “mayor”. Desde entonces hasta hoy, he sido madre, he viajado a Polonia, paseo por la Casa de Campo todos los días con mi perro y charlamos a veces con los monos del zoo, mis hijos ya son adolescentes, pero antes les leía muchos cuentos por las noches, me he sumergido de lleno en la literatura infantil, con mis queridas amigas de mi equipo de baloncesto hemos ganado dos o tres veces la liga municipal, he publicado cuentos infantiles y cuentos para adultos, soy correctora especializada con oído fino aunque me habría gustado también dedicarme al circo, he aprendido a hacer la bechamel como la hacía mi madre, tiemblo cuando la cartera me sube a casa otra carta certificada, me muero de rabia cuando escucho las noticias, me he cambiado dos veces de perfume, mi hija me lleva a tiendas de segunda mano.

Durante este tiempo, digo, he aprendido a vivir esta profesión de otra manera. A dejarme llevar, a confiar en mi instinto, a no dar tanta importancia a la teoría (aunque me la sigo estudiando para saber explicar la utilidad de la sinécdoque narrativa), a escucharme. Y esto me ha permitido disfrutar a tope de mis clases. Cada relato que se lee en voz alta en el taller (o que leo en la intimidad cuando las clases son por internet) supone un reto para mí, un mundo de posibilidades se me ofrecen. Me apasiona identificar y expresar lo que ese texto me hace sentir, me gusta buscarle las posibilidades, detectar aquello que no fluye, imaginar otras secuencias, permitirme disentir, confrontar, mirar a los ojos al autor y ponerle frente a su deseo, para ver si ese deseo se ha colado o no entre las palabras de su texto, y si ha conseguido o no contar lo que quería. Lo que antes era un examen cada día de clase, ahora se ha convertido en un espacio de goce y descubrimiento. Porque, cuando me vuelvo a casa en el metro (o cuando mando los comentarios), me siento mejor persona, más rica. Quienes han escrito esos relatos tenían algo especial que contar, y lo han hecho de una forma tan auténtica como es a través de la escritura. Hay relatos fallidos, sí. En realidad, casi siempre las primeras versiones de los relatos son fallidas. A todos los escritores nos pasa lo mismo. Pero disfruto abriendo puertas a esas primeras versiones del autor. Y, además, tengo que agradecer a esta profesión que me haya permitido relacionarme con tantas personas. Algunas de ellas se han quedado en mi vida para siempre.

Para mí, los talleres son un espacio colaborativo de reflexión y creo que por eso funcionan. Y por esto mismo afronto con gran ilusión esta nueva etapa como profesora en Relee, con quien comparto plenamente filosofía. Ganas de ofrecerme tal y como soy. Con lo que sé y con lo que me queda por aprender.

Clara Redondo

Escritora y profesora de RELEE
Entrada publicada en RELEE

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