Por fin me he atrevido. He conseguido vencer mi timidez y preguntarle a un amigo mío de la infancia que por qué demonios me llama Clarita, en lugar de Clara. A mis casi cincuenta y con dos hijos adolescentes, no sé, no me pega, ¿no? Y es que hay varias personas que me nombran por mi diminutivo, gente que conozco desde hace mucho y otras personas que son amigas recientes, pero que, al poco tiempo, ya comienzan a llamarme Clarita. Ostras, cómo me ralla esto. Sé que tiene que ver con el afecto, la amistad, la confianza, el calor humano. Ya, ya lo sé. Por eso no me atrevo a decir nada (aunque lo acabo de decir todo, qué contradicción). La verdad, no sé por qué narices me inquieta tanto. Será que no me llevo bien con algo de mi pasado que se manifiesta en mi presente y que incita a los demás a protegerme. O algo así. Bueno, ya paro, no voy a dar más coba a esto. En realidad, y aunque me ha dado por desnudarme más de la cuenta, yo quería hablar de otro tema: los nombres que les ponemos a los personajes de nuestros relatos.
En mi trabajo como correctora y analista literaria, me fijo mucho en los detalles pequeños; pequeños en apariencia, porque la suma de ellos es lo que conforma una narración, y del éxito y de lo apropiado de esos detalles depende la expresión plena o la debilidad de una narración. Y la forma como nombramos a los personajes es uno de esos aspectos que debería concentrar al menos unos instantes nuestra atención como creadores. ¿Esto significa que, de entre los nombres ¿bonitos? o ¿feos?, modernos o antiguos, sonoros o simplones, me tengo que quedar con los bonitos, modernos o sonoros? No exactamente. El criterio debería ser, por este orden: pienso en mi personaje, en la historia que he fraguado para él o ella, y busco en mi recuerdo, a mi alrededor o en internet si es necesario un nombre que le encaje, que hable por él, que lo identifique, que lo represente, que suene a él o a ella. Como cuando vamos a la modista a que nos haga un traje a medida para asistir a una boda. ¿Ha de ser un traje elegante con sedas, tules y encajes? Pues depende del tipo de boda a la que me hayan invitado, la pinta que quiera llevar y mi intención cuando aterrice en el banquete. Quizá quiera desentonar o pasar desapercibida o ir más divina que la novia o cabrear al novio o competir con los invitados o simplemente ir guapa. Todas las opciones son válidas; y vestirme de manera oportuna me ayudará a conseguir mi objetivo. ¿No creéis? Vale, es un ejemplo exagerado, pero me sirve para dar una pista sobre lo que estoy hablando.
A este respecto, lanzo las siguientes preguntas a quienes estáis leyendo este blog y sois creadores, para que os las contestéis y obréis en consecuencia:
Una: ¿escoges a conciencia los nombres de tus personajes o les pones el primero que se te ocurre sin cuestionarte nada más?
Dos: ¿crees que le condiciona al personaje el nombre que le has puesto?
Tres: ¿te ocurre que al principio se llama de una manera y lo acabas nombrando de otra y ni te has enterado?
Cuatro: ¿sueles escoger siempre los mismos nombres o parecidos? Si es que sí: ¿tiendes a hablar de los mismos temas, o, mejor dicho, de los temas universales pero bajo el mismo prisma?
Cinco: ¿cómo sonaría una misma historia si le cambiaras de nombre al protagonista?
Seis: ¿crees que es de verdad importante el nombre o solo una ralladura mía?
Siete: ¿has pensado en todo esto alguna vez?
En este post vais a encontrar pocas respuestas, ya os lo aviso; me lo he planteado solo para incitar a la reflexión. Pero sí voy a añadir algo que quizá os sirva. Por mi experiencia como profesora en mis talleres de escritura, veo que hay autores que nombran a sus personajes con naturalidad y sin necesidad de planteamientos previos, y que esos nombres encajan muy bien con la historia, la época o el ambiente en que se desarrolla, el perfil y la intención del personaje. Genial. Aunque a ellos nos les vendría mal tampoco pararse un instante a pensar antes de bautizar a su protagonista. Solo por si encuentran una opción mejor. Sin embargo, hay otros autores (y si leen este post van a saber que hablo de ellos) que no son dueños de sus personajes. Así de claro. Es su subconsciente el que se anticipa y escoge por ellos. El hecho de que los nombres que escogen sean siempre los mismos, los arrastra sin piedad a contar una y otra vez las mismas historias. Tienen bloqueada una parte de su espacio creativo y no se permiten salirse de esa “zona de confort” para experimentar en otros espacios, otros ámbitos, otros escenarios. Reconozco a la legua ese tipo de nombres (en estos autores) y trato de llamar su atención para que vean que han vuelto a caer. Aunque tengo que decir que algunos ya se están curando. Están en proceso de desintoxicación de “nombres innombrables”. Aunque suene a broma, no lo es.
En fin, que esto de escribir es una labor de orfebrería ya lo sabemos. Por esta razón, pienso que todas las piezas han de encajar a la perfección para conseguir un puzle narrativo completo y verosímil, por muy alejado de la cordura que sea ese puzle. Y el nombre es una de esas piezas. Entonces, pongamos a los personajes un traje que les active y les incite a mirar más allá de sus narices. Escuchemos lo que ellos nos piden.

Firmado: Clara.

Clara Redondo

Escritora y profesora de RELEE
Entrada publicada en RELEE